Me gusta cuando finjo que estoy enamorada de ti, al igual
que me gusta ponerme relojes que no tienen pila, simplemente porque quedan
bien. Me gusta cuando me imagino tu lengua recorriendo mi piel,
y me gusta pensar que eso me excitaría. Tu nombre queda bien entre las palabras “amor” y pasión”,
por eso me gustas. Pero cuando nos cruzamos por la calle no me fijo más en ti
de lo que me fijaría en un reloj que no marca la hora. Me gustas porque me sienta bien el amor, al igual que una
blusa roja; me sientas bien. Me gustas porque me despiertas por dentro, no
porque seas tú, sino por lo que yo he hecho de ti (numen).
Muérdeme la espalda, muérdeme los miedos y caerán al
suelo unos cuantos versos escritos por mi piel todas las noches de marzo que me
faltaste.
Tu perfume resucita las ganas de querer sentir; pero
cualquiera podría ir al supermercado más cercano a comprarse un frasco igual.
De hecho, si tiene tanto beneficio, ¿por qué no nos compramos todos el mismo?
¡Resucitemos a la humanidad al completo! El problema sería que, por mucho que usaran tu perfume
nunca serían capaces de sonreír de la manera en la que tú sonríes; nadie me
miraría con tanta intensidad. La primavera la trajiste tú una tarde de marzo
cuando abriste los ojos después de una siesta.
Dime, ¿quién es capaz de provocar un cambio de estación
con tan sólo un pestañeo? Has traído la primavera a mi piel.
Al perfume del supermercado tampoco le viene adjunto el
hoyuelo que se forma en tu mejilla cuando te ríes, ni el tacto de tu piel
intentando quitarme el frío de la noche; y nadie sabría tampoco irse de la
manera en la que tú te has ido, casi sin hacer ruido… No vaya a ser que me
diera cuenta.